Fotos y textos Jaime Atria
Turquía es “uno de los 1000 lugares del mundo que no puedes dejar de conocer antes de morir”, dice el letrero a la entrada del baño turco al cual estoy pronto a entrar. Una vez adentro, en un salón de mármol gastado por los cuerpos de las miles de personas que han entrado ahí durante siglos, comprendo que efectivamente ese lugar, donde un hombre regordete me arroja litros de jabón y los esparce a golpes sobre mi cuerpo con una toalla mojada, es efectivamente una experiencia que no debes dejar de vivir.
Para el viajero, Turquía comienza en Estambul, una ciudad que a primera vista podría ser cualquier ciudad de Europa si no fuera por sus majestuosas mezquitas y por las numerosas mujeres cubiertas de pies a cabeza con sus burkas y chadores. Una ciudad de costumbres diferentes pero que, con su avanzado turismo, permite disfrutarla sin miedo a perderse entre sus mercados, callejuelas y pasillos.
Todas las fantasías de los cuentos de Las mil y una Noches parecen hacerse realidad en Estambul. Sus mezquitas son verdaderos castillos que se alzan al cielo con sus brazos clamando un milagro. Ahí están, frente a frente, dos íconos de la ciudad: la Iglesia de Santa Sofía de origen cristiano, y la Mezquita Azul, en un duelo constante por agradecer los favores que piden los cantos y oraciones de los fieles que llegan a ellas varias veces al día.
Cantos y oraciones que se confunden con los gritos de los mercaderes cuando se penetra en el Gran Bazar. Un mercado inmenso, una ciudadela cubierta donde los aromas de los más variados condimentos, raíces y frutos secos te embriagan y seducen al punto de no querer salir de ahí sin probar, varias veces, la copita de té con miel que te ofrecen los vendedores en las tiendas de alfombras, vestidos, collares o platería. Comerciantes simpáticos e insistentes que al comienzo te intimidan pero que al final te conquistan intentando adivinar tu idioma y tu país de procedencia.
Turquía es “uno de los 1000 lugares del mundo que no puedes dejar de conocer antes de morir”, dice el letrero a la entrada del baño turco al cual estoy pronto a entrar. Una vez adentro, en un salón de mármol gastado por los cuerpos de las miles de personas que han entrado ahí durante siglos, comprendo que efectivamente ese lugar, donde un hombre regordete me arroja litros de jabón y los esparce a golpes sobre mi cuerpo con una toalla mojada, es efectivamente una experiencia que no debes dejar de vivir.
Para el viajero, Turquía comienza en Estambul, una ciudad que a primera vista podría ser cualquier ciudad de Europa si no fuera por sus majestuosas mezquitas y por las numerosas mujeres cubiertas de pies a cabeza con sus burkas y chadores. Una ciudad de costumbres diferentes pero que, con su avanzado turismo, permite disfrutarla sin miedo a perderse entre sus mercados, callejuelas y pasillos.
Todas las fantasías de los cuentos de Las mil y una Noches parecen hacerse realidad en Estambul. Sus mezquitas son verdaderos castillos que se alzan al cielo con sus brazos clamando un milagro. Ahí están, frente a frente, dos íconos de la ciudad: la Iglesia de Santa Sofía de origen cristiano, y la Mezquita Azul, en un duelo constante por agradecer los favores que piden los cantos y oraciones de los fieles que llegan a ellas varias veces al día.
Cantos y oraciones que se confunden con los gritos de los mercaderes cuando se penetra en el Gran Bazar. Un mercado inmenso, una ciudadela cubierta donde los aromas de los más variados condimentos, raíces y frutos secos te embriagan y seducen al punto de no querer salir de ahí sin probar, varias veces, la copita de té con miel que te ofrecen los vendedores en las tiendas de alfombras, vestidos, collares o platería. Comerciantes simpáticos e insistentes que al comienzo te intimidan pero que al final te conquistan intentando adivinar tu idioma y tu país de procedencia.
Recorrer el río Bósforo es un espectáculo único. Un río ancho, navegable, que te lleva por entre palacios, puentes, parques, que te sorprende aún más cuando sabes que mirando a un lado está Europa y al otro lado Asia. Y es justamente al otro lado que se encuentra la Turquía más impresionante. Esa donde se concentran, posiblemente, los lugares más extraños, sorprendentes y únicos del planeta.
Porque, ¿dónde, sino en Turquía, se levantan los palacios más grandes y mejor mantenidos de la cultura griega?. ¿En qué otro lugar puede uno sorprenderse con verdaderos “Castillos de Algodón” y sanar sus pies entre sus celestes pozas minerales?. ¿Dónde más puede uno encontrarse rodeado por cientos de falos inmensos –en lo que sugestivamente se conoce como el Valle del Amor– que no sea en la antigua Capadocia?. ¿En qué otro país se encuentra uno con ciudades enteras construidas en cavernas de hasta 17 pisos bajo tierra?.
Aunque suene a equivocación es en Turquía y no en Grecia, donde se encuentran las mayores y mejores ciudades y templos de la cultura griega. Aquí se alza, por ejemplo, el palacio de la emblemática Aphrodita y la ciudad de Efeso con su Gran Teatro, templos y bibliotecas aún en pie a pesar de los años, saqueos y terremotos.
Pamukkale significa literalmente “Castillo de Algodón”, pero lo que representa no es precisamente un castillo y menos es de algodón. Son impresionantes formaciones salinas blancas construidas por las aguas termales que brotan desde las montañas, donde se forman tibias y saladas piscinas naturales que parecen balcones colgando para mirar el espectáculo del valle de Denizli, un escenario natural que no encontrarán en otra parte del mundo.
Después de tanto asombro, tanta caminata y tanta belleza, llegar a descansar al hotel, construido al interior de una de las miles de cavernas de la Capadocia –una ciudad entera cavada entre cerros para protegerse de la invasión de los bárbaros– es el broche de oro a esta aventura en que nada parece ser real.
Luego de premiarse con una cena que te recuerda los aromas y sabores del Mercado de las Especias, acompañado de un vaso de yogurt preparado con sal en vez de azúcar, no es difícil que al amanecer no sepas si aquello que viviste fue realidad o un sueño maravilloso y surrealista.
Porque, ¿dónde, sino en Turquía, se levantan los palacios más grandes y mejor mantenidos de la cultura griega?. ¿En qué otro lugar puede uno sorprenderse con verdaderos “Castillos de Algodón” y sanar sus pies entre sus celestes pozas minerales?. ¿Dónde más puede uno encontrarse rodeado por cientos de falos inmensos –en lo que sugestivamente se conoce como el Valle del Amor– que no sea en la antigua Capadocia?. ¿En qué otro país se encuentra uno con ciudades enteras construidas en cavernas de hasta 17 pisos bajo tierra?.
Aunque suene a equivocación es en Turquía y no en Grecia, donde se encuentran las mayores y mejores ciudades y templos de la cultura griega. Aquí se alza, por ejemplo, el palacio de la emblemática Aphrodita y la ciudad de Efeso con su Gran Teatro, templos y bibliotecas aún en pie a pesar de los años, saqueos y terremotos.
Pamukkale significa literalmente “Castillo de Algodón”, pero lo que representa no es precisamente un castillo y menos es de algodón. Son impresionantes formaciones salinas blancas construidas por las aguas termales que brotan desde las montañas, donde se forman tibias y saladas piscinas naturales que parecen balcones colgando para mirar el espectáculo del valle de Denizli, un escenario natural que no encontrarán en otra parte del mundo.
Después de tanto asombro, tanta caminata y tanta belleza, llegar a descansar al hotel, construido al interior de una de las miles de cavernas de la Capadocia –una ciudad entera cavada entre cerros para protegerse de la invasión de los bárbaros– es el broche de oro a esta aventura en que nada parece ser real.
Luego de premiarse con una cena que te recuerda los aromas y sabores del Mercado de las Especias, acompañado de un vaso de yogurt preparado con sal en vez de azúcar, no es difícil que al amanecer no sepas si aquello que viviste fue realidad o un sueño maravilloso y surrealista.