
Por Lía Fernández
La camisa blanca es siempre una apuesta segura. Nunca demasiado pretenciosa, tampoco demasiado sencilla. Cuando parece sacada de un guardarropas masculino, la camisa blanca otorga un toque de inigualable sensualidad.
Todo comenzó alrededor de 1920, cuando el escenario de escasez y ausencia de hombres de la Primera Guerra Mundial impulsó a las mujeres –hasta entonces confinadas a las labores del hogar– a trabajar fuera de casa. Pronto, Coco Chanel rompió todos los esquemas conocidos hasta entonces al reemplazar el ceñido e incómodo corset por una suelta y cómoda camisa blanca. El equivalente a un grito de liberación femenina, este simple gesto dio a la mujer mayor seguridad y desenvoltura.
De ahí en más, rutilantes estrellas del cine la convirtieron en su indumentaria fetiche. Desde Audrey Hepburn en Roman Holiday (1953) hasta Julia Roberts en Pretty Woman (1990) y Uma Thurman en Pulp Fiction (1994), ellas explotaron sus diferentes aristas. Y es que, a diferencia de otras prendas, que luego de usarse un par de temporadas deben ser exiliadas del clóset por pasadas de moda, la camisa blanca es un clásico de ayer, hoy y siempre.
Un básico indispensable en cualquier guardarropa, a esta prenda se aplica, como a ninguna, eso de que menos es más. La elegancia multifacética de una camisa blanca –desplegada con igual encanto en looks rigurosos o sueltos y espontáneos– sólo se hace valer cuando ésta luce impecable. Por eso, mejor tener pocas, o incluso sólo una buena camisa, que muchas de mediana calidad. Y es que para que se vea perfecta debe –de preferencia– ser confeccionada con fibras naturales, ojalá algodón. Es muy importante no perder de vista los detalles y terminaciones. Los cuellos, ojales, hombreras y puños hablan por sí solos de la calidad de esta versátil y femenina pieza.
La camisa blanca es siempre una apuesta segura. Nunca demasiado pretenciosa, tampoco demasiado sencilla. Cuando parece sacada de un guardarropas masculino, la camisa blanca otorga un toque de inigualable sensualidad.
Todo comenzó alrededor de 1920, cuando el escenario de escasez y ausencia de hombres de la Primera Guerra Mundial impulsó a las mujeres –hasta entonces confinadas a las labores del hogar– a trabajar fuera de casa. Pronto, Coco Chanel rompió todos los esquemas conocidos hasta entonces al reemplazar el ceñido e incómodo corset por una suelta y cómoda camisa blanca. El equivalente a un grito de liberación femenina, este simple gesto dio a la mujer mayor seguridad y desenvoltura.
De ahí en más, rutilantes estrellas del cine la convirtieron en su indumentaria fetiche. Desde Audrey Hepburn en Roman Holiday (1953) hasta Julia Roberts en Pretty Woman (1990) y Uma Thurman en Pulp Fiction (1994), ellas explotaron sus diferentes aristas. Y es que, a diferencia de otras prendas, que luego de usarse un par de temporadas deben ser exiliadas del clóset por pasadas de moda, la camisa blanca es un clásico de ayer, hoy y siempre.
Un básico indispensable en cualquier guardarropa, a esta prenda se aplica, como a ninguna, eso de que menos es más. La elegancia multifacética de una camisa blanca –desplegada con igual encanto en looks rigurosos o sueltos y espontáneos– sólo se hace valer cuando ésta luce impecable. Por eso, mejor tener pocas, o incluso sólo una buena camisa, que muchas de mediana calidad. Y es que para que se vea perfecta debe –de preferencia– ser confeccionada con fibras naturales, ojalá algodón. Es muy importante no perder de vista los detalles y terminaciones. Los cuellos, ojales, hombreras y puños hablan por sí solos de la calidad de esta versátil y femenina pieza.